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martes, mayo 28, 2013

Santo Domingo, 20 años atrás.

Hace un poco más de dos décadas que en Santo Domingo se respiraba una atmósfera totalmente distinta a la que hoy se respira. Existía una barrera invisible, pero impenetrable, que separaba a los habitantes de la capital de acuerdo a la clase social a la cual pertenecían. La gente pobre no se atrevía a deambular por sectores de clase media y mucho menos por sectores de clase alta. Los pobres que caminaban por esos lugares eran empleados de ricos, casi siempre portaban una tarjeta de presentación de su jefe que les servía de salvoconducto en caso de que la policía los detuviera. Muchas veces la tarjeta no representaba garantía alguna y los portadores de las mismas amanecían en un cuartel policial, sin haber cometido ningún delito, donde sus jefes tenían que agenciar su libertad, regularmente valiéndose de influencias y por vía telefónica, luego de que familiares del apresado lo pusieran al tanto de la situación. Eso era en el pasado.

En aquel pasado, la criminalidad también tenía linderos establecidos. Especialmente los crímenes violentos: batazos, cadenazos, botellazos, machetazos, puñaladas, ett. Eran términos propios de la cotidianidad barrial, pero prácticamente inexistentes en sectores privilegiados de la capital. Aún en los barrios era fácil identificar, y mantener bajo raya, a los criminales violentos. Las personas decentes y trabajadoras que vivían en sectores humildes se hacían respetar, eran conocidos por la policía, se cuidaban entre ellos y rechazaban tajantemente a criminales violentos, a quienes no quedaba otra salida que refugiarse en la oscuridad de la noche para perpetrar sus crímenes. Incluso, los oficiales policiales conocían tanto los modus operandis de los delincuentes barriales que podían saber quien cometió un hecho con tan solo presentarse a la escena del crimen. Todo fue así hasta mediados de los noventa. Hoy todo es muy diferente.       

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