El poderoso imperio romano dominaba absolutamente todo en las regiones aledañas a Judea. Los tributos que debían pagar los judíos al César (Mateo 22:16-21) mantenían oprimidos a los hombres y mujeres menos privilegiados de toda esa región y por si fuera poco tenían la Ley de Moisés, interpretada a su manera por los fariseos (Mateo 23:2-4) y saduceos que representaban la supuesta teocracia que caracterizaba la forma de vivir de los descendientes de Abraham. Herodes, rey de Judea en tiempos del nacimiento de Jesús (Mateo 2:1), impuesto por los romanos al pueblo israelí, provenía del linaje de los edomitas, descendientes de Esaú, razón suficiente para que el pueblo judío considerara una ignominia el hecho que un extranjero fuera su rey. Sumado a la matanza de niños inocentes que Herodes había llevado a cabo en procura de matar a Jesús (Mateo 2:16)… era más de lo que un pueblo tan orgulloso como Israel podía soportar: Más de seis décadas de dominio romano; un procurador, Poncio Pilato, al servicio del imperio y sobre quien reposaba la ejecución de las leyes; hambre, plagas y el desconsuelo de un pueblo que veía cada día como sus esperanzas se perdían en el vacío de aquel panorama tan desolador.
Así se mostraba el ámbito donde Jesús nació, creció y, ya de adulto, puso en marcha su ministerio de predicación del evangelio acerca del reino de Dios. Era de esperarse que muchos, al escuchar acerca de la llegada del Mesías, pensaran que serían librados del yugo romano, que todas las cosas cambiarían de repente y encontrarían reconciliación con el Dios de sus antepasados. Muertos fueron resucitados, paralíticos se ponían de pie y caminaban, leprosos eran sanados, ciegos que veían, demonios expulsados y la multitud que seguía al Salvador (Lucas 7:21-22; Juan 6:2). Una multitud tan grande que preocupaba excesivamente a los principales de las iglesias que controlaban la religiosidad impuesta al pueblo en el nombre de Dios. Aquellos milagros fueron muestras de misericordia del Mesías. No eran las señales que pedía la generación adúltera de fariseos y saduceos (Mateo 16:4), tampoco una necesidad del Señor por mostrar su poder. Aquellos milagros manifestaban el amor de Dios para con sus hijos, la salvación dada por gracia a todo aquel que reconocía en Jesús al cordero de Dios que profetizaban las escrituras (Isaías 53:7) y se rendían ante sus pies como muestra de adoración. Una muestra indeleble del amor de Dios.
Hoy en día, más de dos mil años después de la llegada del Mesías, quedan criaturas en el mundo a quienes no ha llegado el anuncio de las Buenas Nuevas, aún quedan personas que no han tenido la oportunidad de conocer a Jesús resucitado e ignoran el sacrificio de su sangre derramada en la cruz para inutilizar cualquier sacrificio posterior, porque todo quedó consumado en la cruz del calvario (Juan 19:30). La gran comisión nos fue encomendada (Mateo 28:18-20), los que conocemos el amor de Cristo para su pueblo sabemos que sigue siendo una muestra de su amor el concederles a todos los que en él creen, la oportunidad de alcanzar la salvación mediante el perdón de los pecados y la seguridad de la vida eterna (Juan 3:15-16 y 36).
La dramaturga y actriz dominicana Soraya Guillén ha puesto su talento a las órdenes del Creador. Llevará, entre el 12 y el 15 de septiembre, el poder de la predicación al Teatro Monina Solá. Serán cuatro funciones en días seguidos que dejarán plasmadas huellas en los espectadores de cada una de ellas, porque la palabra de Dios nunca regresa vacía de ningún lugar a donde es dirigida. La hora convenida es las 7:00 PM, usted tiene una cita especial con la palabra de Dios en la obra teatral: "Hoy he tocado su manto", de Soraya Guillén. Los milagros de Cristo nunca se han detenido, es asunto nuestro que toda criatura se entere del camino que conduce a la única verdad que tiene esta vida… el amor del Creador.
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